domingo, 24 de octubre de 2010

Jorge Ruíz


Cementerio
¿Jamás has visto al cielo desde un cementerio? El aire gélido y refrescante te da un sentimiento hogareño, un sentimiento de amor y cómo haz de odiar lo que será desde ahora tu nueva casa.
Desde el momento que entras tienes tu nueva identidad, tienes un solo cambio de ropa y, por qué no, saludas a tus vecinos de al lado, del frente y cuentas historias interminables, conoces a gente especial, pero aún así siguen muertas, no te preocupan los pisos, las paredes, la moda, el amor; ese sentimiento sigue vivo para ti, pero es muy difícil amar mientras careces de palpitaciones de corazón, los ojos se desprenden y así pierdes la visión, tus oídos y eres una masa isomorfa de huesos con piel.
La muerte entra gente nueva en intervalos de segundos, renegamos por el hacinamiento, pero es la muerte la que manda, tú sabes cómo es la muerte, tiene su tradicional capa negra y la hoz con la que arranca el cordón vital que nos separa de los vivos. La muerte designa a cada uno de nosotros para organizar la bienvenida a los nuevos; es usual usar un partido de fútbol, una noche de películas; las de suspenso son las más apetecidas; una noche de baile, pero a mí me gusta más el azar y les brindo incontables juegos de cartas, y apostamos; lo único que nos queda; años de muerto, no faltará quien desee volver a la vida, pero para qué si estar muerto es bueno, es gratificante, es como estar en otro mundo; algunos cargan sus demonios toda la vida y cuando llegan acá todo es paz y felicidad, muertos para siempre; muerto no respiraré.
Preguntan los familiares: -¿por qué carajos te fuiste? Dicen con lágrimas en la puerta de tu nueva casa, adentro, sin perillas, sin mirillas, decimos algo sonriente: -¿y tú cuándo vienes? Que este lugar es genial, una quietud inimaginable, no sientes hambre, sed y todos esos sentimientos como el amor que los humanos poseen, lo creas o no la muerte es generosa, es linda y nunca selecciona, es como debe ser: justa.
No existe el cielo, ni el infierno, es un lugar hermoso, un lugar revestido de rosas negras y estacas en punta con carteles que afirman los múltiples eventos, tiendas de cosas, como champú para almas, mascotas para almas y toda clase de cosas que las almas no necesitan; alguien al fondo de una colina muestra su imponente casa revestida de mármol con implantes de oro y diamantes que son la envidia de todo el lugar, los vivos lo llaman mausoleo, acá es una mansión de lo más elegante.
Con dinero para almas me compré un pequeño cuervo con sólo unas cuantas plumas, total, igual anda muerto, es en mucho tiempo algo parecido a un amigo, una compañía peculiar algo inteligente y misteriosa, mueve majestuoso su cresta como quien dice: ¡mírenme, acá estoy, por encima de ustedes!; simplemente me da algo de gracia, y así se pasan los días en el mundo de los muertos, y por eso no lo negaré de ninguna manera, amo estar muerto porque acá me siento realmente vivo en mi nuevo hogar, mi gélido y opaco cementerio.


El día en que decidí morir
Me despierto a eso de las 5:15 a.m., miro el calendario: lunes 4 de abril, y la semana apenas comienza, me pongo de rodillas y reniego como de costumbre a Dios: “sos el único perro a quien le pagan sin trabajar, mira el mundo como se cae a pedazos y tú espiando a las adolecentes por sus ventanas como joven de 15 años”.
Un café matutino y unas cuatro galletas, pero soy algo vanidoso y saco dos más, dándome un sentimiento de egoísmo al saber que mis compañeros de apartamento también debían desayunar; un baño de los más calientes como si un fuego invisible recorriera mi cuerpo simulando las llamas de un incendio; algo de lo más curioso, me gustaba el calor, y toda mi vida viví en una tierra tan fría como el Everest. La vestimenta: unos jeans negros, una camisa manga corta, unos tenis Croydon negros y un saco cuello V; es lo primero que saco del closet.
Revisión normal antes de salir: llaves, billetera y celular, todo en orden y emprendo partida para impartir mi clase; sí, soy un profesor de grado once de algo llamado filosofía, física y matemáticas; caminar, mi actividad física favorita; veo gente en sus empaques metálicos como sardinas en sus latas, sólo les falta estar llenos de salsa y serían iguales.
Entrar al colegio como de costumbre, paso por unos dos libros, no necesito más, pues me creo algo sobrado; en el salón, 45 personas entre hombres y mujeres y comienzo clase y me entretengo hablando de Nietzsche, de Descartes y de Newton; volteo a mirarlos y lo mismo de siempre: los niños que se creen galanes, las niñas que se creen salidas de miles de cuentos de princesas, los que duermen, al final de la fila el que me pone algo de atención, pero lo trato igual que a los demás, ya que me guío por el famoso adagio: “una manzana podrida daña a las otras”, y en ese salón sí que habían muchas de ellas, tarde o temprano se dañará.
Ya es de tarde y recurro a mi actividad física favorita, camino y pasan calles y calles y no llego a ningún lugar, me detengo a mirar niños jugar y me pregunto por qué aun los míos no han llegado, sería interesante desvivirse por otro, pero trato de recordar los miles de episodios donde mis sentimientos van muriendo uno a uno por un desfile incontable de hermosas mujeres que sin pena ni gloria pasaron por mi vida.
Las mismas cuatro paredes, la misma porquería de comida de todos los días y me entierro en la penumbra de mi habitación, como un vampiro entra a su ataúd para recuperar sus energías para la noche que sigue atormentar almas inocentes.
Me encanta contar historias de seres extraños, seres míticos o personas que asesinan, otras que son asesinas y me río de ellas en papeles que tirados en el suelo parecen hojas marchitas de un árbol, mi árbol de la vida; a la luz de las velas mis pensamientos se iluminan y simplemente escribo.
La noche, esa amiga de los inadaptados, de los vicios y de alguna gente común, pero para mí es como el manto oscuro que mata el día, subo a la terraza y algunas gotas de agua tocan mi piel confundiéndose con las lágrimas de mis ojos, unos cuantos rayos dibujan en el cielo graciosas figuras que son de mi total agrado, un pensamiento turbio se pasa por mi mente y escucho la misma voz que escuchaba desde los cinco años: -Sí, hijo mío, es momento, es momento de que te unas a mí. Es la bella muerte, bajó a organizar todo para mi muerte, así como una madre arregla a su pequeño niño para el primer día de escuela. La soga para mi cuello o el cuchillo para mis venas, aún no me he decidido cual, la misma voz: –Toma el cuchillo, será más lenta tu muerte y será más excitante. Rompo con furia la piel de mis muñecas, no muy profundo para estar consciente el mayor tiempo posible, la cara de la muerte es cada segundo más clara. Y por fin mi último suspiro y dejo de respirar. Llamaré a ese el día en que decidí morir.

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